Paseos

Se conocieron hace apenas un par de años, cuando llegó a la casa de los Gregorio, después del casamiento del menor de los tres hijos varones. Sultán tenía presencia, había llegado a la casa para aventar tanta ausencia y él sabía cómo hacerlo. Cuando Pedro lo vio, lo quiso tanto como a Francisco. Después del accidente, el menor de los Gregorio, solía venir, por las tardes, a hacerle compañía, hasta que un día se casó y ya no volvió a verlo.
Cuando Sultán estaba en la casa, su lugar preferido era la ventana y desde allí, eran idénticos. Así fue como comenzó la relación entre ellos. Sólo a la noche, cuando el matrimonio regresaba, Sultán salía a la calle, corría y ladraba fuerte, muy fuerte. A esa hora, Pedro prefería dejar la ventana y acostarse, el cuerpo cansado no soportaba más la silla de ruedas.
Con Sultán lo unía la ventana, la mirada y la soledad. Pero la noche los hacía diferentes, uno corría; el otro, prefería no ver.
Una mañana, desde la ventana, la vio acercarse, eran exactamente las diez. Ella era una hermosa y diminuta jovencita que abría la puerta de hierro de la casa. Pensó que era la esposa de Javier, el hijo mayor de los Gregorio, pero no la recordaba tan hermosa. Sultán seguía allí, mirándolo y así siguió cuando ella se acercó y le puso el collar para arrancarlo de la ventana. Pedro no quiso ver más, sólo escuchó sus fuertes ladridos que, poco a poco, se fueron alejando.
Se quedó dormido en su silla y cuando despertó, lo vio, estaba allí; fue él el que lo despertó mientras lo olfateaba desde la ventana.
Esa noche Pedro durmió algo inquieto y en las noches que siguieron, esa sensación no lo abandonó. Cada mañana, cuando el reloj marcaba las diez, aparecía ella para llevarlo. Sin otro remedio que la costumbre, se fue habituando a esa separación cotidiana; entonces, cuando ya no lo veía, se relajaba, dormía, disfrutando intensamente de cada reencuentro.
Pero ayer fue diferente, Sultán no se iba sólo con ella, lo acompañaban otros perros. Miró y vio cómo lo saludaban, lo festejaban y besaban sin importarles que él estuviera allí para mirarlos. Cerró los ojos y durmió. Entonces, pasó todo.
La hermosa diminuta jovencita enganchó cada uno de los perros a su cinto mientras se disponía a conversar con su compañera de trabajo. Él comenzó a impacientarse, quería volver, por eso comenzó a tironear, lo hizo cada vez con más fuerza. Ella no lo veía, no lo escuchaba, no lo entendía, no sabía hacerlo. Era muy torpe para comprenderlo, él sólo quería volver a la ventana. No quiso hacerlo, no quiso lastimarla. No fue su culpa,
Sultán volvió, por fin, a la ventana, Pedro sintió su aliento tan cerca que despertó y miró. Un hombrecito, subido a una larga escalera, colocaba un pasacalle, PASEO HUMANOS, BUEN TRATO y un teléfono.
Pensó, tal vez llame.




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